La Stma. Virgen María en la Capilla Sacramental

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La Capilla Sacramental o Capilla del Sagrario es uno de los principales lugares de nuestro templo parroquial de San Vicente Mártir. Tenemos el baptisterio, con la magnífica pila bautismal, que es lugar donde Dios nos concede nacer a la gracia de ser sus hijos. Está el altar mayor, donde cada domingo nos reunimos para celebrar la Eucaristía, proclamando y escuchando la Palabra del Señor y compartir su pan, que es su cuerpo, alimento de vida eterna (y donde celebramos los cultos más solemnes de nuestra Hermandad). Y, como decíamos, la Capilla Sacramental, que es el corazón de la Parroquia, más aún, de todo el barrio, la ciudad y el mundo entero, pues allí está Jesucristo en presencia misteriosa, pero real y verdadera, en el Santísimo Sacramento. Él y solo Él es el centro de todo, y por eso nuestros antecesores, con la generosidad del Marqués de Villarrubia, construyeron ese magnífico y precioso tabernáculo para Jesús Sacramentado que es la Capilla Sacramental, y que pudiera decirse que es un templo rococó dentro de un templo mudéjar como es San Vicente Mártir.

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Un Miércoles distinto

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Es un Miércoles distinto en nuestra Parroquia de San Vicente Mártir, y por eso lo escribimos con la inicial en mayúscula. Antes de pronunciar la oración de bendición y rociar el agua con el hisopo, miraré el sencillo cuenco en el que hemos puesto la ceniza, elaborada tras quemar y cernir las palmas y ramos de la última Semana Santa. Y pienso en cuántas vivencias están contenidas ahí: en la ceniza que he bendecido y que impongo en la cabeza de los fieles, están los gozos y amarguras que experimentamos en el peregrinar cotidiano. Sí, somos ceniza, pero en la Eucaristía que celebramos, el Señor nos incorpora a la Vida verdadera (también la inicial en mayúscula, porque no es una vida cualquiera). Por eso, la Semana Santa será nuestra Tierra Prometida, y lo será no tanto porque llegan los días esperados por los que nos sentimos y trabajamos como cofrades, sino mucho más porque al final, tras pasar por el Calvario, nos asomaremos a la tumba vacía para proclamar que es verdad, que Cristo ha resucitado.

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Feliz Navidad

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“Pastores, dicite, quidnam vidistes?” Un sublime motete de Cristóbal de Morales, el gran compositor sevillano del siglo XVI que fue maestro de capilla de nuestra Catedral, lleva este título tan sugerente, en el que se hace una imaginaria pregunta a los pastores que recibieron la primicia de una de las noticias más importantes de la historia de la humanidad. Decidnos, pastores, ¿qué habéis visto? ¿Por qué vuestros rostros reflejan una alegría tan grande? ¿Qué habéis visto, que os ha transformado la vida?

Y los pastores nos contarán que un ángel, con su resplandor, reflejo de Dios, con su voz clara y poderosa, les ha anunciado una gran noticia: ha nacido Jesús, el Señor. Y lo encontrarán en un humilde pesebre, en Belén de Judea, con su madre, María. Y estará también José, el hombre bueno y justo que será custodio y protector de esta Sagrada Familia. ¡No hay gozo más grande que el contemplar a Dios nacido entre nosotros! ¡Qué grande es su amor, pues su divinidad se ha rebajado para compartir nuestra humanidad, para que podamos compartir su vida, liberados del pecado y de la muerte!

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La Epifanía del Señor

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Conocemos popularmente la solemnidad del 6 de enero como el día de los Reyes Magos, pero en realidad es el día de la Epifanía del Señor, una de las principales fiestas del calendario litúrgico, pues celebramos que Cristo se manifiesta como Luz de todos los pueblos. Ese Niño, nacido en Belén en la humildad y pobreza del portal, es el Rey de cielos y tierra. Así le reconocieron esos magos de Oriente, de quienes por cierto el evangelio no dice nada de que fueran tres ni de que fueran reyes, pero las generaciones de cristianos han elaborado esa bella tradición de Melchor, Gaspar y Baltasar, que nosotros hemos heredado.

Aquellos Magos de Oriente buscaban a Dios, porque eran buscadores de la Verdad, de la Belleza, de la Vida. Venían de lejos, porque todos los pueblos, todas las razas, tienen ese afán por encontrar el sentido de sus vidas. Y al encontrar a Cristo en Belén, ya no buscaron más. Se volvieron por otro camino porque sus vidas habían quedado transformadas por el Hijo de Dios. ¿Quizá esperaban encontrar al Hijo de Dios revestido de poder, rodeado de lujos? Puede, pero cuando encontraron al Niño, en brazos de María, se impuso sobre ellos la rotundidad de su corazón: éste es el Mesías. Le ofrecieron todo lo más valioso que llevaban (oro, incienso y mirra) porque sentían que ya nada valía la pena en comparación con el inmenso tesoro de haber visto cara a cara al Señor.

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Tiempo de Adviento

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El Adviento es tiempo de conversión y esperanza en el Señor. Durante cuatro domingos y sus correspondientes semanas, hasta el día de la Natividad, preparamos el corazón para aguardar la venida de Jesucristo. Tiempo de conversión, de cambiar cosas en nosotros para allanar los caminos del Señor. Si esperas la visita de alguien muy importante y muy querido para ti, ¿no engalanas tu casa? Pues lo mismo nos sucede en la espera de Jesucristo, quitando los obstáculos que nos impiden una vida más cercana al Evangelio.

El Adviento tiene dos dimensiones. Una es escatológica, es decir, relacionada con los acontecimientos que tendrán lugar al final de los tiempos. Porque la historia, nuestra historia, lo mismo que tuvo un principio tendrá un final. Habrá un cielo nuevo y una tierra nueva. La Sagrada Escritura, las palabras de Jesucristo, son perfectamente claras en eso. Pero no sabemos ni el día ni la hora en que sucederá esto. Tampoco el modo. Sí sabemos que Jesús vendrá y todo será recapitulado en Él. Y mientras llega, los cristianos preparamos sus caminos trabajando para que en este mundo siga creciendo el Reino de Dios, un reino de amor, de justicia y de paz. Por eso el Adviento es tiempo de conversión. Somos los cristianos los que tenemos que vivir las actitudes que construyen el Reino de Dios para que vayan naciendo el cielo nuevo y la tierra nueva. Y lo hacemos en la esperanza, confiando en la misericordia del Señor.

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